Leía en sus
ojos los millares de veces que había imaginado aquel momento, los escenarios
que había construido a nuestro alrededor, el corte de pelo que yo debía de
llevar y el color de mi ropa. Yo quería decir «sí», que sería bienvenido, que
mi corazón había ganado la batalla. Quería decirle cuánto lo amaba, cuánto lo
deseaba en aquel momento.
Pero continué
en silencio. Asistí, como en un sueño, a su lucha interior. Vi que tenía ante
él mi «no», el miedo de perderme, las palabras duras que había oído en momentos
semejantes, porque todos pasamos por eso, y acumulamos cicatrices.
Sus ojos
empezaron a brillar. Sabía que estaba venciendo todas aquellas barreras.
Entonces
solté una de sus manos, cogí un vaso y lo puse en el borde de la mesa.
— Se va a
caer —dijo él.
— Exacto.
Quiero que tú lo tires.
— ¿Romper un
vaso?
Sí, romper un
vaso. Un gesto aparentemente simple, pero que implicaba miedos que nunca
llegaremos a entender del todo. ¿Qué hay de malo en romper un vaso barato, si
todos hemos hecho eso sin querer alguna vez en la vida?
— ¿Romper un
vaso? —repitió—. ¿Por qué?
— Podría dar
algunas razones —respondí—. Pero la verdad es que es sencillamente por
romperlo.
— ¿Por ti?
— Claro que
no.
Él miraba el
vaso en el borde de la mesa, preocupado de que fuese a caerse.
«Es un rito
de pasaje, como tú mismo dices —tuve ganas de decirle—. Es lo prohibido. Los
vasos no se rompen adrede. Cuando estamos en los restaurantes o en nuestras
casas procuramos que los vasos no queden en el borde de la mesa. Nuestro
universo exige que tengamos cuidado para que los vasos no caigan al suelo.»
Sin embargo,
seguí pensando, cuando los rompemos sin querer, vemos que no era tan grave. El
camarero dice «no tiene importancia», y nunca en mi vida, he visto que en la
cuenta de un restaurante hayan incluido el precio de un vaso roto. Romper vasos
forma parte de la vida y no nos hacemos daño a nosotros ni al restaurante ni al
prójimo.
Moví la mesa.
El vaso se bamboleó, pero no cayó.
— ¡Cuidado!
—dijo él, instintivamente.
— Rompe el
vaso —insistí.
Rompe el
vaso, pensaba para mí, porque es un gesto simbólico. Trata de entender que yo
rompí dentro de mí cosas mucho más importantes que un vaso, y estoy feliz de
haberlo hecho. Mira tu propia lucha interior, y rompe ese vaso.
Porque
nuestros padres nos enseñaron a tener cuidado con los vasos, y con los cuerpos.
Nos enseñaron que las pasiones de la infancia son imposibles, que no debemos
alejar a hombres del sacerdocio, que las personas no hacen milagros, y que
nadie sale de viaje sin saber adónde va.
Rompe el
vaso, por favor, y libéranos de todos esos conceptos malditos, de esa manía de
tener que explicarlo todo y hacer sólo aquello que los demás aprueban.
—Rompe ese
vaso —pedí una vez más.
Él clavó su
mirada en la mía. Después, despacio, deslizó la mano de la mesa hasta tocar el
vaso. Con un rápido movimiento, lo empujó al suelo. El ruido del vidrio roto
llamó la atención de todos. En vez de disfrazar el gesto con alguna petición de
disculpas, él me miraba sonriendo, y yo le devolvía la sonrisa.
— No tiene importancia —gritó el chico que
atendía las mesas.
Pero él no le
oyó. Se había levantado, me había cogido por los cabellos y me besaba.
Yo también lo
cogí por los cabellos, lo abracé con toda mi fuerza, le mordí los labios, sentí
que su lengua se movía dentro de mi boca. Era un beso que había esperado mucho,
que había nacido junto a los ríos de nuestra infancia, cuando todavía no
comprendíamos el significado del amor. Un beso que quedó suspendido en el aire
cuando crecimos, que viajó por el mundo a través del recuerdo de una medalla,
que quedó escondido detrás de pilas de libros de estudios para un empleo
público. Un beso que se había perdido tantas veces y que ahora había sido
encontrado. En aquel minuto de beso estaban años de búsquedas, de desilusiones,
de sueños imposibles. Lo besé con fuerza. Las pocas personas que había en aquel
bar debieron de mirarnos y pensar que aquello no era más que un beso. No sabían
que en ese minuto de beso estaba el resumen de mi vida, de su vida, de la vida
de cualquier persona que espera, sueña y busca su camino bajo el sol. En aquel
minuto de beso estaban todos los momentos de alegría que habla vivido.
Fragmento
de “A orillas del río Piedra me senté y lloré” – Paulo Coelho
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