28 septiembre 2013

Siempre tuve ese rollo, esa obsesión: escribir. Escribir cualquier cosa que me venía en mente, las cosas que me estaban pasando. O simplemente frases exterminadoras: “me cansé de este colegio”, “tal cosa me tiene harta”, “amo tal otra”, bla, bla. El papel es prudente. El papel no te es infiel, no te caga, te deja ser. No te pone cara de circunstancia aunque le estés contando que tenés morbo con las ratas egipcias o que te excita ver cómo los murciélagos duermen en el tapa-rollo de tu ventana. Quizás por eso no tenía amigas, porque todo lo que las chicas les contaban a sus amigas, yo lo reproducía con exactitud en mi cuaderno; y mientras la memoria de un ser humano puede fallar, las letras de los cuadernos son imborrables. Supongo que por eso siempre me aislé de esa manera: nunca tuve la necesidad de comunicarme, porque ya lo estaba haciendo. Escribir es comunicar, aunque mis escritos siempre terminaban escondidos y sin participar al mundo de mi dolor, mi felicidad o mi disconformidad.
Fragmento de "Abzurdah" Cielo Latini.



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