08 diciembre 2015

Contra el romanticismo

Cuando uno tiene que escribir escenas de amor hay un montón de recursos heredados de otras de series o películas a los que meterles mano. Una cena a la luz de las velas. Un viaje relámpago a París. Tocarle timbre de noche, bajo la lluvia, con un ramo de flores. Un camino de velas hacia la cama. Una serenata con mariachis. Dibujar su nombre en firuletes de humo en el cielo. Un anillo de compromiso adentro de un postre. Una corrida al aeropuerto a último momento.
Se supone que todas esas situaciones deben enamorarnos. Que las flores, la música, el cielo o París producen un efecto romántico narcótico y devastador en las mujeres. Y digo en las mujeres y no en nosotras, porque a mí no me pasa. Entiendo que si existen, es que en algún punto son efectivas, pero a mí el romanticismo me parece un error: no lo entiendo, no lo siento, no me llega. Ni en las películas ni en la vida. Yo, sin ir más lejos, me enamoré de mi novio por una lata de coca cola.

Hace un tiempo, estábamos en Ezeiza volviendo de viaje a las cuatro de la mañana. Como teníamos mucho equipaje, decidimos pasar por filas separadas para agilizar. Él se llevó las valijas más pesadas y yo me quedé con una chiquita con mis objetos personales y algunas cosas suyas sin mucho valor. Curiosamente, a él con tres valijas de veinticinco kilos no lo pararon, y a mí sí. Me hicieron abrir el carry on, el portacosméticos y el botiquín, me preguntaron por mi computadora modelo 2013, me miraron las fotos del celular, me revisaron las etiquetas de la ropa, y me revolvieron hasta las golosinas del duty free. Objetaron todo lo que pudieron y yo pasé media hora de esa madrugada, agotada y con sueño, buscando las facturas de cada objeto en mi casilla de mail. A pesar de que les mostré los comprobantes, insistieron con que las fotos del celular eran de ese mes, con que la computadora no tenía rayas, con que mi ropa no era argentina. Luego encontraron un gel de ducha de almendras y empezaron a discutir sobre cómo yo había podido subir eso al avión. Les expliqué que no sabía, que nadie me había objetado nada, que si querían, lo tiraran y listo. Estaba harta, que hicieran lo que quisieran conmigo. Al final, no me pudieron cobrar nada y me dejaron ir, pero terminé la noche muy nerviosa, angustiada, algo rara.
Cuando por fin guardé toda la ropa, me volví a poner la campera, ubiqué mi celular y mi pasaporte, y pude salir, me encontré con mi novio parado al lado del mostrador de taxis. Me explicó que él había pasado rápido y que me había perdido de vista, pero que ya había subido todo a un remise y que el chofer nos estaba esperando para volver a casa. Después me dio una gaseosa muy fría sin explicación. Miré la lata y le pregunté por qué tenía una sola y me dijo que él no tenía sed pero que sabía que cuando yo estaba estresada o nerviosa siempre quería una. Nunca lo había pensado pero era cierto. Cuando me pasa algo necesito tomar algo dulce y muy frío. Mientras me la abría, me puse a llorar desconsoladamente. Él me abrazó, me dijo que tampoco era para tanto, que no tenía nada en la valija, que no sea maricona y que me apurara, que era tardísimo. Supongo que el pensó que yo lloraba por los nervios y no por la gaseosa. Creo que tampoco se lo aclaré hasta hoy.

Sé que la gente espera otras cosas del amor. No porque haya tenido grandes historias en su vida, sino porque las películas crearon esa expectativa. El cine nos enseñó que las relaciones están llenas de gestos románticos, imposibles, edulcorados. Que si hay amor de verdad, también hay música, hay flores, hay velas, celofán y fuegos artificiales en el cielo.
Cuando digo que soy guionista de telenovelas, la mayoría de la gente enseguida quiere contarme alguna anécdota romántica con su pareja. Casi siempre las historias incluyen alguna de estas escenas. París. Arrodillarse. Las velas. Las disculpas. Las flores. El champagne. Correr al aeropuerto. La serenata. El anillo en el postre. Tu nombre en el cielo. Algo de toda esa bolsa de recursos y de anécdotas probadas y listas para usar que forman ese conglomerado efectista llamado romanticismo. Yo los escucho y finjo interés (creo que me animé a un llanto falso para una chica que me contó como su novio había dibujado "te amo" con chocolate derretido en el piso), pero sé que nunca voy a usar esos ejemplos porque el amor que a mí me interesa no necesita de subrayados ni de adornos o firuletes. Para mí, el amor es un error, un milagro, un inconveniente. No es una planta llena de flores perfectas, sino que aparece como los yuyos en esa tierra que nadie riega al costado de la maceta.
En la ficción pasa igual. Yo no desprecio el romanticismo por cursi sino por fácil, por falso, por superficial. Porque si algo es para todas mujeres, no es para ninguna. Las escenas buenas, las de verdad, las que le rompen el alma en mil pedazos al espectador no se construyen en esa misma escena sino en todos los momentos que vivió ese personaje desde que nació. En cada decisión que tomó, en cada carencia, en cada vicio, en cada miedo que tuvo. Lo que vuelve inolvidable la escena es que sea única, que sólo ese personaje entienda el sentido que encierra un gesto. Como el trineo de Citizen Kane o como todos los fines de año que Sally y Harry pasaron solos. Para nosotros Rosebud es nada, pero para Charles Foster Kane es todo.
Quizás mi novio y yo no estemos juntos toda la vida. Quizá mañana mismo nos separemos, nos hagamos daño, nos olvidemos del otro para siempre. Pero yo entendí algo de cómo se construyen las escenas de amor en ese momento. Cuando me dio esa lata con una pajita chamuscada yo no lloré por sed o cansancio. Tampoco porque me hubiera dado miedo la aduana. Lloré porque esa lata tenía adentro toda mi niñez solitaria y autosuficiente, la vez que mi madre se olvidó de dejarme la llave en el macetero y estuve sola diez horas en la puerta de casa, cuando estuve frente a una convocatoria de acreedores a los dieciocho años, o más de una década de matrimonio asimétrico con un hombre noble y amoroso que no podía resolver casi nada. Lloré porque esa lata no era esa lata, sino todas las latas que me compré yo sola durante veinte años haciendo malabares con la billetera en una mano y el celular en la otra. Por todas las veces que llegué sola a Ezeiza y tuve que ir a tres cajeros buscando plata para tomarme un taxi. Por las uñas que me rompí cargando sola las valijas. Por todas las veces que miré una intimación de la AFIP sin entender qué decía, por todas las cartas documento que fui a mandar con miedo, por las veces que mi casa se inundó y tuve que sacar el agua con un balde, y por cada vez que le pegué de bronca a la impresora porque se había desconfigurado y tenía que entregar un guión. Lloré porque él sabía más de mí que yo. Lloré porque alguien me dijo "tranquila, ya están todas las valijas en un taxi, vamos a casa". Lloré porque los helicópteros, las flores, las serenatas y el champagne son para todas y si son para todas son para ninguna. Esa lata, en cambio, solo tenía sentido en mi escena

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